Las bases: macronutrientes
Una dieta saludable debe incluir una variedad de alimentos que proporcionen todos los macronutrientes y micronutrientes que necesitamos.
A fin de comprender cómo podemos aplicar los principios de la buena alimentación para estar saludables, conviene empezar por lo básico: macronutrientes y micronutrientes. Los primeros son los carbohidratos, las grasas y las proteínas, sustancias que el cuerpo necesita en cantidades elevadas. Los segundos son vitaminas, minerales y otros compuestos, y el cuerpo requiere un menor suministro de ellos. En esta primera parte hablaremos tan sólo de los macronutrientes.
Carbohidratos: cómo sanan y cómo dañan
En los últimos años, los carbohidratos han sido objeto de gran debate dado el creciente interés público en dietas que recomiendan limitar su ingesta. Por ello, mucha gente cree que son malos. Pero no es así. De hecho, son la principal fuente de energía del cuerpo.
Todos los carbohidratos constan de diferentes tipos de azúcares. La fructosa (presente en las frutas) y la lactosa (en los lácteos) son ejemplos clásicos. El cuerpo descompone los azúcares en glucosa, que ingresa al torrente sanguíneo y resulta fundamental para el buen funcionamiento del sistema nervioso, los músculos, el cerebro y otros órganos.
Expertos en nutrición recomiendan dedicar de 45 a 65% del consumo diario de calorías a los carbohidratos (más para las mujeres embarazadas o lactantes). Así, alguien con una dieta de 1,800 kcal/día debe consumir 200 g de carbohidratos, y preferir cereales integrales, frutas, verduras y legumbres.
Los carbohidratos simples
Estos constan de tan solo uno o dos azúcares. Por lo general, forman cristales que se disuelven en agua y son de fácil digestión. Los azúcares naturales suelen encontrarse en diversas frutas, algunas verduras y la leche. Entre los azúcares refinados se encuentra el azúcar de mesa, el azúcar morena, la melaza y el jarabe de maíz rico en fructosa.
Los alimentos ricos en azúcares naturales difícilmente saturarán al organismo de glucosa; tendríamos que comer muchas frutas y verduras para igualar la cantidad de azúcar presente en un dulce o una lata de refresco. Sin embargo, con los azúca- res refinados solemos excedernos sin notarlo. Gran parte del azúcar que ingiere una persona proviene de alimentos industrializados enriquecidos con dicho compuesto, que representa 16% de las calorías en una dieta promedio.
La Asociación Estadounidense del Corazón recomienda a las mujeres limitar la ingesta de azúcares añadidos a 100 kcal/día; el valor correspondiente para los hombres es de 150 kcal/día —casi lo que hay en una barra de chocolate de 42.5 g o 354 ml de refresco. Los azúcares añadidos no deben constituir más del 10% de la ingesta calórica total.
Cuando revises las etiquetas de los alimentos en busca de azúcares añadidos, fíjate en estos términos: concentrado de jugo de frutas, edulcorante de maíz, jarabe de maíz, jarabe de maíz rico/alto en fructosa, sólidos de jarabe de maíz, y palabras que terminen en “osa” (sacarosa, lactosa, maltosa, glucosa, dextrosa).
Los carbohidratos complejos
Están formados por varias cadenas de azúcares y se clasifican en almidones y fibras. Aunque nuestro sistema digestivo puede metabolizar la mayoría de los almidones, carece de las enzimas necesarias para descomponer la fibra. Sin embargo, ambos compuestos son importantes para la salud. Y es que mientras los almidones aportan energía en forma de glucosa, la fibra dietética promueve el buen funcionamiento del colon y ayuda a prevenir ciertos tipos de cáncer, infartos y otras alteraciones.
Son fuentes naturales de fibra y almidón casi todos los cereales, las verduras y las frutas, que también aportan nutrientes esenciales, como vitamina B, hierro y otros minerales. Los cerea-les integrales no procesados son los alimentos más ricos en estos nutrientes. Según estudios, las mujeres y los hombres que consumen más cereales integrales padecen entre 20 y 30% menos cardiopatías. Ade- más, durante un estudio en más de 13,000 adultos, aquellos con el mayor consumo de cereales integrales fueron los que menos pesaron.
Por otro lado, el consumo habitual de alimentos refinados (pan, arroz o pastas blancos y cereales azucarados) podría elevar hasta 30% el riesgo de sufrir un infarto. Además, la ingesta de cereales refinados se asocia con la resistencia a la insulina y la hipertensión. Durante la refinación, los cereales pierden fibra y nutrientes esenciales; esto facilita su digestión, con lo cual el torrente sanguíneo se inunda de glucosa.
Los cereales integrales deben constituir al menos la mitad del consumo total de cereales. Menos del 5% de la población ingiere la cantidad mínima recomendada. Al comprar cereales integrales, no te dejes llevar por leyendas como “hecho con harina de trigo” o “7 granos”. Busca productos que contengan al menos 3 g de fibra por porción, y asegúrate de que en la etiqueta figure alguno de estos alimentos como primer ingrediente: salvado, arroz integral, trigo burgol, trigo sarraceno, avena, quinoa, centeno, trigo integral. Además de cereales integrales, come legumbres y frutas, así como verduras crudas o ligeramente cocidas.
Grasas: cómo sanan y cómo dañan
Estas tienen mayor concentración de calorías que las proteínas y los carbohidratos; además, según distintos estudios, el cuerpo es más propenso a almacenarlas. Por lo tanto, una dieta rica en alimentos grasosos te llevará a subir de peso. Además, el consumo de ciertas grasas se asocia a un mayor riesgo de infarto, diabetes y otras enfermedades. Sin embargo, en pequeñas cantidades la grasa es fundamental para la salud. La que está presente en los pescados y el aceite de oliva reduce el riesgo de desarrollar cardiopatías y ayuda a cumplir con la dieta para bajar de peso.
Las grasas dan sabor y una agradable textura tersa a los alimentos. Como su digestión lleva más tiempo, la sensación de saciedad que producen continúa después de que las proteínas y los carbohidratos se han digerido. Las grasas también estimulan la secreción intestinal de colecistoquinina, una hormona que inhibe el apetito y envía señales para dejar de comer.
Estos nutrientes aportan ácidos grasos, sustancias esenciales para numerosos procesos químicos: el crecimiento y el desarrollo en los niños, la producción de hormonas sexuales y prostaglandinas, la formación y el funcionamiento de las membranas celulares y el transporte de otras moléculas al interior o exterior de las células. Además, las grasas participan en el transporte y la absorción de las vitaminas liposolubles (A, D, E y K). Una cucharada de aceite vegetal basta para transportar todas las vitaminas liposolubles que necesitamos al día.
Se recomienda a los adultos que el consumo diario de grasas sea de entre 20 y 35% de su ingesta calórica diaria. En el caso de quien tiene una dieta de 2,000 kcal/día, por ejemplo, la recomendación es ingerir entre 44 y 78 g de grasa al día y dar preferencia a los ácidos grasos insaturados.
La calidad de las grasas que consumimos es más importante que la cantidad total. Las grasas contienen ácidos grasos de dos tipos: saturados e insaturados. Si bien casi todos los alimentos contienen ambos, uno de ellos suele predominar. Además, muchos alimentos de producción industrial contienen ácidos grasos trans, muy poco frecuentes en la naturaleza y sumamente dañinos.
Los ácidos grasos saturados
Suelen provenir de fuentes animales, aunque algunos son de origen vegetal. La carne de res, el pollo, la mantequilla, el queso y los aceites de coco y palma son fuentes comunes de ácidos grasos saturados. A temperatura ambiente, la mayoría de estos son sólidos. Las dietas ricas en ellos suelen elevar las concentraciones de colesterol en la sangre, uno de los principales factores de riesgo para el desarrollo de cardiopatías. Los ácidos grasos saturados también se asocian a otro tipo de problemas de salud, como cáncer colorrectal, de próstata y de ovario. Las grasas saturadas, en especial las de origen animal, deben constituir menos del 10% de la ingesta calórica diaria.
Los ácidos grasos insaturados
En general, estos son más saludables que los saturados. Existen datos según los cuales sustituir los ácidos grasos saturados con ácidos grasos insaturados reduce el riesgo de desarrollar cardiopatías. En algunos casos, los insaturados disminuyen los niveles de colesterol en la sangre y en otros no lo alteran. También es posible que reduzcan la glucemia (nivel de glucosa en la sangre) y la hipertensión. La mayoría de los ácidos grasos insaturados son líquidos a temperatura ambiente y sólidos o semisólidos en refrigeración. Los ácidos grasos insaturados se clasifican en dos grandes grupos: monoinsaturados y poliinsaturados. Finalmente, los ácidos grasos poliinsaturados se dividen en ácidos grasos omega 3 y omega 6. Cada una de estas sustancias afecta la salud de distintas maneras.
Los ácidos grasos monoinsaturados: Reducen los niveles de colesterol en la sangre y, tal vez, los de insulina, con lo cual disminuyen el riesgo de desarrollar cardiopatías y diabetes tipo 2. Entre las principales fuentes de ácidos grasos monoinsaturados se encuen- tran las aceitunas (olivas), los frutos secos, el aguacate y los aceites de oliva, colza y cacahuate.
Los ácidos grasos omega 3: Estabilizan el ritmo cardiaco, disminuyen la concentración de triglicéridos en la sangre para evitar la formación de coágulos, calman la inflamación crónica de las arterias, previenen la formación de coágulos y producen ligeros descensos en la presión arterial, beneficios que, en su conjunto, reducen el riesgo de sufrir infartos o eventos vasculares cerebrales (EVC). Según estudios, consumir una o dos porciones de pescado rico en ácidos grasos omega 3 una vez por semana permite reducir el riesgo de sufrir un infarto
mortal en un 36%. Además, cada vez existen más datos según los cuales los ácidos grasos omega 3 contribuyen al buen funcionamiento del cerebro.
Son fuente de ácidos grasos omega 3 los pescados con alto contenido de grasa (salmón, macarela, arenque, sardina), la linaza (lino), la nuez de Castilla, el aceite de colza y otro productos, como los huevos enriquecidos con omega 3.
Los ácidos grasos omega 6: Existen indicios de que estos previenen las cardiopatías. Están presentes en los aceites de cártamo, girasol y maíz, algunos frutos secos y diversas semillas. Si bien hay distintas opiniones en cuanto a la proporción adecuada de omega 3 y omega 6, los expertos coinciden en que tendemos a excedernos con los omega 6 y a quedarnos cortos con los omega 3.
Los ácidos grasos trans
Se producen durante la hidrogenación de los aceites vegetales, un proceso concebido para prolongar el tiempo de conservación de los alimentos. Estas son fuentes de ácidos grasos trans: aceites vegetales parcialmente hidrogenados, algunas margarinas, galletas saladas o dulces y alimentos fritos. Tras la hidrogenación, muchos aceites vegetales poliinsaturados se comportan como ácidos grasos saturados: elevan las concentraciones de colesterol malo (lipoproteínas de baja densidad, o LBD). Por esta razón, los nutriólogos sugieren evitar dichos productos.
Proteínas: cómo sanan y cómo dañan
Es el nutriente por excelencia: todas las células del cuerpo humano necesitan esta sustancia para crecer y repararse. Los anticuerpos que nos protegen de la enfermedad, las enzimas que participan en la digestión y el metabolismo y las hormonas, como la insulina, son proteínas. El colesterol se une a las lipoproteínas (proteínas transportadoras de grasa) para poder viajar por el torrente sanguíneo. El tejido conjuntivo, que se compone principalmente de proteínas, forma la matriz de los huesos. La queratina, otro tipo de proteína, es la materia prima con la que el cuerpo forma las uñas y el cabello.
Considerando el gran número de funciones esenciales de las proteínas, podríamos pensar que la mayor parte de nuestras calorías diarias deberían provenir de este macronutriente, pero no es así. El adulto sano necesita tan solo 0.8 g de proteína por kilogramo de peso corporal a diario; quienes se ejercitan con frecuencia podrían necesitar más. Así, una persona que pesa 70 kg debe consumir 56 g de proteína al día, cantidad disponible en 170 g de pollo.
Las proteínas de origen animal
Los aminoácidos son las unidades fundamentales de las proteínas. El cuerpo humano sintetiza las proteínas básicas que necesita a partir de 20 diferentes aminoácidos. De estos, 11 se pueden producir directamente en el organismo; los 9 restantes, que reciben el nombre de aminoácidos esenciales, deben adquirirse a través de los alimentos.
Salvo por los aceites y el azúcar puro, todos los alimentos aportan algo de proteína, cuya calidad varía según el tipo predominante de aminoácidos. Las proteínas de origen animal (excepto la gelatina) aportan los nueve aminoácidos esenciales en las proporciones adecuadas para el cuerpo humano; por lo tanto, se les considera proteínas completas. Por desgracia, en muchos casos las proteínas de origen animal contienen grandes cantidades de grasa saturada.
Las proteínas de origen vegetal
Todas (salvo por la soya) carecen de uno o más aminoácidos esenciales. Sin embargo, eso no quiere decir que una alimentación vegetariana no aporta proteínas completas. Lo único que hay que hacer es lograr una combinación adecuada de aminoácidos. Por ejemplo, los cereales son fuente abundante del aminoácido esencial metionina, pero no contienen lisina. Los frijoles, los garbanzos y otras legumbres, en cambio, aportan grandes cantidades de lisina, pero carecen de metionina. Así, basta con combinar un cereal integral con una legumbre para obtener la gama completa de aminoácidos.
Curiosamente, estas combinaciones clásicas son comunes en muchas tradiciones culinarias, por ejemplo: frijoles con tortillas de maíz en México, arroz con lentejas en India, tofu con arroz y verduras en la cocina asiática y garbanzos con trigo burgol en los platillos de Medio Oriente.