Sin los sentidos, no tendríamos idea de lo que sucede a nuestro alrededor, no podríamos movernos en nuestro entorno, manejar nuestros asuntos o disfrutar los placeres de la vida; tampoco tendríamos contacto con otras personas.
Sin embargo, casi nunca los valoramos. Piensa en la coordinación sensorial que se requiere para efectuar una simple acción como contestar el teléfono: debes escuchar que está timbrando, identificar el tipo de sonido y su dirección, ubicar el teléfono visualmente, caminar hacia él, tocarlo y levantar el auricular.
La acción es casi inconsciente; tu mente seguramente piensa en quién está llamando o en lo que estabas haciendo cuando sonó el aparato.
Los sentidos son mucho más que simples ayudas mecánicas. Desde las glorias de la música hasta la aparición repentina del sol tras una tormenta, o el sabor del chocolate y el aroma del pan recién salido del horno, los sentidos nos ayudan a disfrutar la vida.
También evocan emociones fuertes: presenciar un accidente de auto o ver a un bebé, la voz de un ser querido a la distancia, el olor del césped recién cortado o de comida en descomposición. Positiva o negativamente, intervienen en cómo experimentamos el mundo, a menudo sin pasar por la percepción consciente.
¿De dónde viene esa sensación de haberlo vivido antes? ¿Por qué entras en la escuela primaria de tu hijo y de inmediato te transportas a tu época de colegial? ¿Cómo surgen esas tonadas que de pronto escuchamos en la cabeza?
Los sentidos nos emocionan, asustan, atraen o transportan en el tiempo o el espacio. Tal vez por estas cualidades mágicas se nos olvida que son funciones físicas y que, como el resto del cuerpo, requieren cuidado y atención para que se desempeñen de la mejor manera. Tal vez te esmeres por no subir de peso; comer sanamente; evitar contaminantes, pesticidas y aditivos, o hacer ejercicio con frecuencia, pero de seguro nunca has pensado mucho en la salud de los ojos o los oídos y menos aún en la de la nariz o la lengua.
Rara vez actuamos salvo que algo ande mal. Solo cuando le tienes que pedir a alguien que te lea el menú en un restaurante te das cuenta de que tal vez debas ir al oculista. O tus más allegados, a quienes acusas de susurrar, te dicen que algo le pasa a tu oído. La comida podría no saber tan bien como antes; las rosas tal vez no huelan tan rico… A menudo no notamos los cambios graduales que avanzan de manera sigilosa con el paso del tiempo.
Es preocupante que muchos acepten esto como parte normal del envejecimiento. Pero no tiene que ser así. Ya hay soluciones médicas al deterioro de los sentidos: con la vista, por ejemplo, enfermedades que potencialmente llevan a la ceguera, como el glaucoma, se pueden curar si se detectan a tiempo.
No hacer nada podría tener consecuencias nefastas: la ceguera innecesaria, o el aislamiento y la desdicha que vienen de no poder comunicarnos con nuestros seres queridos. El desgaste de los sentidos también es peligroso y corremos mayor riesgo de sufrir accidentes de tránsito, tropezones o caídas o de que haya un incendio o una explosión porque no olemos que se quema la comida o que hay una fuga de gas.
El profesor Charles Spence, del departamento de Psicología Experimental en la Universidad de Oxford, destaca la importancia del uso y monitoreo consciente de nuestros sentidos en su informe “Los secretos de los sentidos”. En él advierte que vivimos una época en la que simultáneamente hay una sobrecarga y privación de los sentidos, lo cual es potencialmente perjudicial para la salud y el bienestar.
Hemos pasado, explica él, de un estilo de vida físico y principalmente al aire libre de nuestros ancestros, a uno en el que estamos el 90% del tiempo bajo techo, a menudo frente a una televisión o una computadora. Tenemos una sobredosis de información que absorbe nuestra vista, pero descuidamos los sentidos emotivos del tacto y el olfato, y al hacerlo nos perjudicamos.
El desequilibrio está afectando nuestra capacidad de experimentar placer, amor, éxito y una vida saludable. En consecuencia, explica, también estamos perdiendo los sentidos del gusto y el olfato más rápidamente, lo cual podría desembocar en serios problemas alimentarios y de salud en la vejez. No recibimos suficiente estimulación táctil en la piel y, según el profesor Spence, el tacto no es únicamente esencial para el bienestar emocional, sino también para el desarrollo sensorial, cognitivo, neurológico y físico. La modernidad ha creado una generación “hambrienta de contacto”.
Mimar los sentidos, dice el profesor Spence. Debemos comprender que están concebidos para interactuar y funcionar armónicamente, lo cual tenemos que incorporar a nuestras vivencias diarias. Necesitamos más olores ambientales, superficies táctiles y música que realce el ánimo. Debemos tocarnos más unos a otros. Según el profesor Spence, sucumbir ante estos placeres no es un exceso, sino una necesidad biológica que alimenta la evolución de nuestros sentidos y contribuye a la salud y la felicidad más adelante en la vida. Potenciar todos los sentidos nos hará personas más productivas, exitosas y capaces de disfrutar relaciones más satisfactorias, explica. ¿Qué mejor razón que esa?
Si requieres más pruebas de que los sentidos forman un sistema coordinado, piensa en lo que sucede con personas que pierden uno de ellos. Hellen Keller, la escritora estadounidense que era ciega y sorda desde su infancia, contaba que a la gente le sorprendía que disfrutara del mundo natural. Y ella sentía que eran los demás los que estaban ciegos, pues cuando se pierde la vista los otros sentidos verdaderamente cobran vida, de una forma que una persona vidente no comprende. “Porque ellos no tienen idea de lo hermosa que es una flor al tacto y tampoco aprecian su fragancia, que es el alma de la flor”.
Existe la creencia de que cuando falla uno de los sentidos principales, los demás se vuelven hipersensibles para compensar. Por ejemplo, los sordos detectan mejor la vibración y el movimiento, los músicos ciegos distinguen mejor los tonos que los videntes e, incluso, se piensa que el fenómeno se repite entre los animales.
Pero ¿será cierto? Algunos científicos sugieren que no es tanto un aumento de sensibilidad sino un realce de la conciencia y la experiencia. Si una persona necesita depender de los otros sentidos, aprende a usarlos más eficazmente, y su percepción (la forma en la que el cerebro interpreta la información sensorial) quizá se altere, más que la sensación en sí. Esta explicación es importante porque, si es cierta —aunque solo sea parcialmente—, implica que todos podemos maximizar nuestras experiencias y pericia sensoriales… que es precisamente lo que recomienda el profesor Spence.
Tradicionalmente, se nos ha enseñado que tenemos cinco sentidos: vista, oído, tacto, gusto y olfato, una clasificación que se cree fue elaborada por Aristóteles. De hecho, son más, pero como no hay una definición establecida de lo que constituye un sentido, los investigadores no se ponen de acuerdo.
Algunos expertos dividen la vista en dos e incluso tres sentidos, basándose en que distintos mecanismos detectan el color, la luminosidad y tal vez la profundidad. De igual forma, el gusto y el olfato se subdividen según los distintos receptores que se usan para detectar diversos olores o sabores. Además de los receptores en las papilas gustativas de la lengua, tenemos otros sensores químicos en la boca y la garganta que aportan al sabor al detectar sensaciones de frío o calor en la comida, así como factores particulares de especias como el chile.
Asimismo, tenemos dos tipos de sensaciones de tacto que dependen de sensores de presión en la piel, uno para el toque suave y otro para la presión profunda. Y tenemos receptores sensoriales en la piel para temperatura, comezón y dolor. El sentido del dolor distingue entre amenazas mecánicas, térmicas y químicas. Como estas dependen de distintos receptores, algunos expertos sostienen que deben considerarse como sentidos diferentes.
De igual forma, mientras los cinco sentidos básicos comunican información sobre el entorno fuera del cuerpo, la mayoría de los científicos incluyen al menos otros dos sentidos que dependen de la comunicación interna del organismo y que están a cargo del equilibrio y la conciencia de ubicación del cuerpo. Otros dirían que las sensaciones como el hambre y la sed también pueden caer dentro de esta categoría.
Un sentido podría provocar una reacción refleja instantánea, como cuando retiramos la mano de una llama incluso antes de que el cerebro determine que nos podemos quemar. Sin embargo, la mente procesa el estímulo sensorial entrante y crea nuestras percepciones, junto con los recuerdos y la comprensión.
El cerebro almacena y organiza nuestras experiencias sensoriales a fin de que podamos funcionar sin tener que aprender todo de nuevo cada día. No basta recordar estímulos anteriores, hay que clasificarlos también: necesitas comprender a grandes rasgos qué hace la manija de una puerta; de lo contrario, cada vez que te topes con una que no se ve igual, quedarás atrapado en la habitación hasta que lo descifres.
Lo mismo sucede con conceptos como “silla” o “mesa”, “caliente” o “afilado”. A lo largo de la vida, aprendemos de estas imágenes mentales para ampliar nuestra comprensión del mundo y la capacidad de funcionar en él. Para ello, es clave que usemos todos nuestros sentidos. De hecho, según el profesor Vilyanur Ramachandran, director del Centro Cerebral y de Cognición de la Universidad de California en San Diego: “La interacción intersensorial es la que abrió el camino para el desarrollo de una capacidad intelectual superior en los seres humanos”.
Los sentidos también nos mantienen a salvo. Cuando experimentamos algo fuera de las categorías conocidas, algo que no cuadra, el cerebro y los sentidos entran en estado de alerta máxima y nos preparan para lo inesperado. Están especialmente afinados para detectar cambios porque podrían significar peligro.
En última instancia, nuestros sentidos están sólidamente conectados con los centros de placer del cerebro: debemos disfrutar la vida. Eso es lo que nos impulsa a comer, beber, abrazar, enamorarnos, tener relaciones sexuales e, incluso, hacer ejercicio.
Todas estas actividades promueven la liberación de químicos en el cerebro que nos hacen sentir felicidad, satisfacción y recompensa. Estamos biológicamente programados para buscarlos porque son esenciales para nuestra supervivencia individual y como especie. Así pues, en la vida se trata de disfrutar de nuestros sentidos.
Por eso no solo trata sobre la protección de funciones útiles; también tiene que ver con agregarle sabor a la vida, apreciar la alegría que nos dan los sentidos y conservar ese placer… de por vida.
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