Cuando padeces de alergias o de asma, el sistema inmunitario se muestra muy alerta ante cualquier invasor potencial, ve enemigos donde debería ver amigos y está listo para actuar ante la menor provocación o frente a un pacífico intercambio.
El sistema inmunitario es representado tradicionalmente como un ejército diminuto que está siempre en posición de defensa, con sus “soldados” equipados con armas y alertas para luchar contra el mal, es decir, los gérmenes.
Una mejor comparación sería la operación de seguridad de un aeropuerto concurrido. Igual que con los miles de personas que circulan diariamente por los corredores, la mayoría de las sustancias que pasan por tu organismo son inocuas. Pero de vez en cuando algo nocivo se presenta: un virus en el aire, una astilla en el dedo o moho invisible en un pan.
El mayor desafío para el sistema inmunitario es distinguir lo bueno de lo malo. Si está débil permite la proliferación de virus y bacterias, y se dificulta la curación. Por ello, las enfermedades que suprimen la inmunidad, como el sida o la narcolepsia, son tan peligrosas y difíciles de tratar.
El otro extremo también es problemático: un sistema inmunitario hiperactivo arremete precisamente contra lo que debe proteger: a ti. Por ejemplo, la artritis reumatoide es una enfermedad en la que tus mecanismos de defensa atacan una o más de tus articulaciones. Este funcionamiento descontrolado puede considerar como cuerpos nocivos a los que son normalmente seguros, como las proteínas de la comida, sustancias como el látex o la saliva animal. Este caso es el que debe preocuparnos en cuanto a las alergias y el asma.
El sistema inmunitario funciona bajo una verdad fundamental: existe lo “propio” y lo “extraño”. Idealmente, las células que se encargan de protegerte de las amenazas persiguen solo elementos nocivos, como bacterias, virus, hongos, parásitos e incluso tumores, y no molestan a las partes propias, como los nervios y los músculos, ni se fijan en sustancias inofensivas (aquellas que no tienen reacción con el cuerpo).
El sistema inmunitario sabe qué células son “buenas” y cuáles son las “malas” porque la superficie de cada una contiene proteínas especiales llamadas antígenos de leucocitos humanos o ALH. Los agentes inmunitarios también identifican a los intrusos por sus formas características, llamadas epitopos, que se ven como protuberancias. Imagina los ALH y los epitopos como insignias de identificación. Al circular en busca de cuerpos extraños que eliminar, las células inmunitarias revisan el ALH.
Si encuentran una célula desconocida inician una serie de acciones complejas que terminan con la destrucción del invasor. Estos intrusos pertenecen a toda la gama de bacterias y virus, así como los granos de polen o las moléculas del aceite de la hiedra venenosa. Incluso sustancias químicas, medicamentos y partículas (como el polvo de látex) se consideran extrañas —aunque no siempre son nocivas—. Se les llama antígenos y son las alarmas que activan el sistema inmunitario.
Las células que hacen el trabajo de detección y destrucción son los glóbulos blancos. Existen cinco formas principales.
Linfocitos Imagínalos como elementos de un equipo de vigilancia que circula constantemente por todo tu cuerpo al acecho de antígenos. Cuando hallan alguno, planean un ataque y comunican sus movimientos a otros miembros del esquema de protección. De igual manera, conforman la memoria del sistema inmunitario y almacenan esos planes de ataque por si los antígenos reaparecen.
Envuelven y destruyen partículas grandes, como las bacterias.
Los más numerosos de los glóbulos blancos; son los primeros en entrar en escena después de una lesión. Su presa favorita son las bacterias; uno solo puede tragar cerca de una docena de ellas y destruirlas con una sustancia similar a la lejía. Estas células solo viven unas 12 horas o menos si están llenas. Incluso muertas tienen una misión: enviar pequeños SOS químicos que atraen a más neutrófilos.
Segregan sustancias químicas que disparan el proceso inflamatorio. Ellos son grandes responsables del asma. Cuando son atraídos a un lugar durante un ataque alérgico o asmático, liberan toxinas inflamatorias inoportunamente y dañan el recubrimiento de las vías respiratorias. Parte del tratamiento del asma es detener la acumulación de eosinófilos en los pulmones e impedir que causen daños.
También llamados leucocitos granulosos, están llenos de bolsas externas con sustancias tóxicas que pueden destruir microorganismos. También están involucrados en los ataques de alergias porque liberan muchas sustancias químicas —entre ellas la histamina— que contribuyen a la reacción inflamatoria en anticuerpos, proteínas especializadas que matan a los intrusos. Las células B tienen una buena memoria de sus enemigos y pueden permanecer en tu cuerpo durante años, listas para convertirse de inmediato en fábricas de anticuerpos siempre que aparezca.
La protección que tiene el cuerpo es mucho más que una mescolanza de células; también se beneficia de una sección del aparato circulatorio: el sistema linfático.
Esta tubería de venas y vasos corre por todo el cuerpo, recoge líquido linfático de los espacios entre las células y lo devuelve al torrente sanguíneo. A lo largo de esta red de transporte hay paradas llamadas nódulos linfáticos: pequeñas masas en forma de frijol que se encuentran en el cuello, ingles y axilas.
Están llenos de linfocitos y actúan como filtros de la linfa y eliminan microorganismos y otros agentes patógenos. Esa es la razón por la que sientes dolor en el cuello y las axilas cuando estás enfermo: los nódulos linfáticos están trabajando.
El bazo es parte de este sistema. Se encuentra en el costado superior izquierdo de la cavidad abdominal, precisamente debajo del diafragma, y sirve como una posada para las células inmunitarias. También filtra la sangre, por lo que, aunque puedes arreglártelas sin él (a menudo se lesiona en accidentes y se extirpa), quedas más expuesto a infecciones y enfermedades de todo tipo.
Tus amígdalas y adenoides, que se hallan en la parte posterior de la garganta, son el lugar de nacimiento de los fagocitos, células inmunitarias que capturan las bacterias que entran por la boca. El tercer y último jugador importante es la glándula timo. Ubicada atrás de la parte superior del esternón en medio de tu pecho, actúa como un internado para los linfocitos T, pues produce una hormona que los ayuda a madurar.
Los linfocitos B segregan proteínas llamadas anticuerpos. La mayoría de ellos simplemente se pega a los elementos extraños y los marca para que otras células hagan el trabajo sucio. Algunas veces este marcaje neutraliza al antígeno; otras, rompe las moléculas del elemento ajeno o hace que se amontonen, volviéndolos un blanco fácil para otras células inmunitarias.
Con cada nueva amenaza, se crean nuevos anticuerpos. Existen cinco clases, cada uno con una función y método operativo ligeramente distintos. Se llaman inmunoglobulinas o Ig. De los cinco que tiene el cuerpo humano, la IgE es el anticuerpo de alergias, pues es el principal responsable de ellas. Existen en pequeñas cantidades en el organismo y se producen como respuesta a invasores relativamente grandes, como los parásitos de la tiña y los trematodos.
Si nunca se está en contacto con este tipo de amenaza, el sistema inmunitario comienza a actuar como un adolescente aburrido: en vez de atacar parásitos, comienza a defenderse de proteínas y moléculas que debe reconocer como inofensivas (el polvo, los cacahuates, el látex, los productos del mar y el polen).
Cuando eso sucede, la IgE liga la molécula alergena con los basófilos o con los mastocitos, que se localizan principalmente en los recubrimientos mucosos de los tejidos de todo el cuerpo, como los de la garganta, la nariz, los pulmones, la piel o las paredes del estómago.
Esta unión provoca que los mastocitos o los basófilos liberen sustancias químicas inflamatorias como la histamina, las prostaglandinas o los leucotrienos.
Estas sustancias químicas, y no los ácaros del polvo, la caspa del gato o las proteínas de los cacahuates, son los responsables de la tos, la dificultad para respirar, el flujo nasal, los ojos irritados y el escozor de la piel que acompañan a un ataque de alergia. Como los mastocitos constantemente llaman basófilos y eosinófilos adicionales, el ataque puede continuar mucho después de eliminarse el alergeno. De hecho, una forma en que tu médico puede verificar la existencia de alergias es midiendo los niveles de IgE y eosinófi- los en tu sangre.
Esta es ocasionada por alguna enfermedad crónica, por ejemplo, el cáncer y su tratamiento pueden debilitar mucho las defensas del cuerpo. Las sustancias químicas que se liberan cuando estás bajo estrés, como la adrenalina, son las mismas que controlan tu sistema inmunitario. Si estás bajo mucha presión, tu cuerpo libera en exceso esos químicos, que a su vez inhiben tu respuesta defensiva. El VIH, causante del sida, ataca a las células del sist ma inmunitario y nos hace vulnerables a infecciones de patógenos muy simples. Las personas con esta enfermedad sucumben finalmente no por el propio virus, sino por una aflicción secundaria que progresa en un organismo inmunodeprimido.
Enfermedades autoinmunes, como la esclerosis múltiple, la enfermedad de Crohn, el lupus y la diabetes tipo 1, caen en esta categoría y ocurren porque el sistema inmunitario no reconoce las células “propias” como seguras y las ataca cual si fueran invasoras. En la enfermedad de Crohn, por ejemplo, ataca las células intestinales; en la diabetes, extermina las productoras de insulina del páncreas, y en la esclerosis múltiple, ataca la superficie de las neuronas.
Tiene varias características semejantes a las de la inmunidad hiperactiva, pues el sistema reacciona cuando no debe hacerlo. En vez de atacar a las células del cuerpo, ataca moléculas que normalmente son inofensivas, como las proteínas de las nueces y el polen, en una reacción exagerada.
La mayoría de la gente que sufre de alergias tiene cierta predisposición genética a ellas (atopia), pero solo por tener una receta genética para una enfermedad no significa que vas a desarrollar esa afección; respecto a las alergias y el asma, el ambiente y las costumbres son el ingrediente final. Es más, puedes adquirir una alergia aun sin predisposición genética si te expones a una sustancia con frecuencia. Por ejemplo, solo cuando la epidemia del sida ocasionó que el personal de salud usara docenas de guantes de látex a la semana, se empezó a descubrir la alergia a este material.
Los alergenos son sustancias extrañas que no son dañinas para el cuerpo, pero que el sistema inmunitario ha aprendido a atacar. Una vez que tu organismo detecta uno, inicia un proceso rápido, aunque complicado, que produce estornudos, congestión y otros síntomas de las alergias.
Aunque la mayoría de las alergias siguen el esquema anterior (esta clase es llamada tipo I), existen otras tres respuestas inmunitarias de hipersensibilidad en el cuerpo.
Aunque se define más como una enfermedad respiratoria que como un desorden del sistema inmunitario, tiene sus raíces en este. Por ejemplo, un “disparador” inicial puede ser la liberación de sustancias químicas inflamatorias por parte de los eosinófilos. Estas células generan la producción excesiva de mucosidad y aumentan la receptividad de los músculos lisos de las vías respiratorias, lo que los induce a cerrarse.
Los ataques de asma son solo la fase aguda de la enfermedad. A pesar de todo lo que sabemos sobre el papel que desempeña el sistema inmunitario en el asma y las alergias, es mucho lo que se desconoce respecto a estas afecciones. Irónicamente, la devastadora epidemia de sida obligó a realizar investigaciones que han resultado en un mayor conocimiento y control de la forma en que se defiende el cuerpo. Esta comprensión nos ha llevado a nuevos tratamientos para todo, desde el cáncer hasta las alergias, y bien podría cambiar la forma en que diagnosticamos y tratamos estas enfermedades.
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